La representación de elementos cotidianos por parte del ser humano ha sido una constante a lo largo de la Historia. Es posible constatarlo a través de las pinturas rupestres, el arte costumbrista, o incluso las redes sociales, en las cuales sus usuarios describen, entre otras muchas cosas, cómo es su día a día.
Dicha representación se encuentra altamente vinculada a la reproducción de determinadas partes de la realidad a través de objetos materiales. En la Antigua Roma, por ejemplo, los niños tenían juguetes que representaban soldados, carros de combate o espadas, es decir, elementos cotidianos que se acabaron transformando en un vehículo de entretenimiento. Mucho tiempo después, en Europa ocurrió lo mismo con el que es, probablemente, el elemento continental más cotidiano que existe: el fútbol.
Este deporte, de los más populares a nivel mundial, cuenta en el Viejo Continente con una tradición secular tan arraigada que su transformación en juego de mesa hace mucho tiempo que convive con nosotros, y no importa cuántas nuevas alternativas de ocio aparezcan, que seguirá formando parte de nuestra vida. Hablamos del futbolín, versión española del futbol de mesa, cuya historia y la de su creador, ni son muy conocidas ni han obtenido el reconocimiento que realmente merecen.
Un concepto común
A veces una misma idea es concebida por diferentes personas que carecen de conexión entre sí, en un mismo periodo histórico. Ello se debe a que las ideas surgen como resultado de las condiciones de existencia material en la que son elaboradas, e incluso como producto de una acumulación de ideas previas. En el caso del fútbol de mesa, por lo tanto, no es posible atribuir una única autoría. Lucien Rosengart, Broto Wachter o Harold Searles Thorton son algunos de los hombres que han sido considerados creadores de dicho juego. Nosotros vamos a centrarnos, sin embargo, en Alejandro Finisterre, inventor del futbolín tal y como lo conocemos en España y cuyo diseño de los jugadores es el más empleado a nivel mundial.
Del Atlántico a la capital
Alexandre Campos Ramires nació en el pueblo coruñés de Finisterre –nombre que tomaría posteriormente como su apellido- donde vivió, junto a sus nueve hermanos, hasta los 15 años, edad en la que se trasladó a Madrid para estudiar el bachiller. Allí, cuando la zapatería de su padre quebró, tuvo que buscarse la vida para pagar los estudios: la escuela le permitió continuar a cambio de que corrigiera los deberes de sus compañeros, pero también tuvo que trabajar como albañil, tipógrafo e incluso como bailarín de claqué. Durante aquella época participó en la publicación de la revista Paso a la Juventud, junto con el futuro poeta León Felipe, con quien entablaría una gran amistad.
El futbolín, juego para los mutilados
La Guerra Civil le pilló en Madrid, y en noviembre de 1936 un bombardeo franquista le sepultó bajo los escombros de un edificio, dejándole malherido, por lo que tuvo que ser trasladado de urgencia a Barcelona. Durante su ingreso en el Hotel Colonia Puig, edificio reconvertido en hospital situado a los pies del Macizo de Montserrat, convivió con otros niños que, mutilados por la guerra, no podían jugar al fútbol. Fue entonces cuando, inspirado por el tenis de mesa, decidió crear, junto a su compañero carpintero Francisco Javier Altuna, el futbolín. Gracias a la ayuda de un local anarquista, el invento fue patentado en la ciudad condal en el año 1937, sin embargo, al cruzar los Pirineos huyendo de la victoria franquista, aquellos documentos se perdieron.
Finisterre volvió a España, pero se marchó de nuevo a Francia en 1947 y al año siguiente, tras haber conseguido una compensación económica por parte de una compañía que fabricaba futbolines en el país galo, abandonó París rumbo Quito, donde fundó la revista Ecuador 0º 0’ 0’’ dedicada a la difusión de la poesía universal. El inventor gallego llegó así, como tantos otros exiliados españoles, a América Latina, donde vivió episodios de auténtica película.
Partidas con el Che bajo la amenaza imperialista
A comienzos de la década de los cincuenta se marchó a Guatemala, uno de los pocos países que aún reconocían al gobierno republicano español, y estableció, junto a sus hermanos, una fábrica de juguetes que le permitió mejorar su futbolín, utilizando nuevos materiales como la caoba y ampliando su comercialización. Durante aquella etapa conoció al Che Guevara cuando éste se encontraba visitando el país centroamericano con su mujer Hilda Gadea, y con ambos llegó a disputar algunas partidas de futbolín. Finisterre, si bien reconoció que Hilda jugaba mejor que el revolucionario, afirmó que el Che y él tenían estilos similares.
Poco después la situación empeoró: sobre Guatemala se cernía la amenaza de un golpe de estado apoyado por Estados Unidos, ya que el ejecutivo guatemalteco había estado legislando en contra de los monopolios norteamericanos que operaban en el país. Ante esta situación, el embajador español –republicano- le indicó a Finisterre que se marchara a México llevando consigo documentación confidencial relacionada con la República Española.
Burlarse del franquismo para escribir y amar
Sin embargo, tras el golpe de estado de 1954 auspiciado por la CIA y el Pentágono, el nuevo gobierno guatemalteco dejó de reconocer a la República Española e inició relaciones diplomáticas con el régimen de Franco. Como consecuencia, agentes franquistas secuestraron al poeta español para enviarlo de vuelta a España.
Después de un primer intento fallido, lograron capturarlo y colocarlo en un vuelo a Madrid. Una vez en el avión, Finisterre tuvo la astucia de tramar un plan para conseguir su libertad: se introdujo en el baño, elaboró una bomba ficticia cubriendo una pastilla de jabón con papel de aluminio y al volver a la cabina denunció su situación, explicando que era un refugiado español y que si no aterrizaban lo antes posible haría explotar el avión. Tras obtener la solidaridad de los pasajeros, el aeroplano fue desviado a Panamá, donde pudo desembarcar.
Después de aquel episodio, considerado uno de los primeros secuestros de avión de la historia, Finisterre llegó a México, donde se reencontró con su amigo León Felipe y potenció sus cualidades literarias, llegando a dirigir una imprenta que publicó más de 200 obras de autores españoles y latinoamericanos. Además, durante aquel periodo el poeta fue incluido como miembro de la Real Academia Galega, y mantuvo una relación amorosa muy intensa con la célebre pintora Frida Kahlo.
Volvió a España tras la muerte de Franco, continuando su actividad literaria y trabajó, como albacea de León Felipe, para que se le diera el reconocimiento que su amigo merecía. En este sentido, tuvo varios desencuentros con el ayuntamiento de Zamora, ciudad natal del autor de ‘Ganarás la Luz’, y fue allí donde, finalmente, Finisterre falleció en 2007 a la edad de 88 años.
El olvido como retribución
Mientras Alejandro Finisterre se encontraba en el exilio, en España la afición al futbolín se fue ampliando de tal forma que, en 1951, se celebró la primera final del campeonato nacional de futbolín. El franquismo se apropió de aquel juego, y no sólo no reconoció al poeta republicano como su creador, impensable, sino que se afanó en perseguirlo, capturarlo y váyase a saber qué más.
En 1947 se creó el Club Futbolín Barcelona, en 1951 se publicó el manual titulado Enseñanzas del Futbolín
Con la Transición, Finisterre tampoco recibió el reconocimiento que se merecía por ser el inventor de uno de los juegos más divertidos y populares, ya no sólo en España, sino a nivel mundial, pues la forma de los jugadores que él diseñó acabó siendo la más extendida. Él constituye un ejemplo más de los muchos artistas e intelectuales que se vieron obligados a abandonar España tras la victoria fascista y cuyas vidas y obras han sido prácticamente olvidadas ante la pasividad de la ejemplarísima democracia española, que ha hecho de la desmemoria no sólo un rasgo característico sino uno de sus pilares fundamentales.